“En América Latina opera una discreción casi vergonzosa”: la realidad sobre los escritores fantasma
La periodista chilena Ximena Jara fue la principal escritora de los discursos de la expresidenta Michelle Bachelet. En su libro ‘Fantasmas de Palacio. Escritores de discursos presidenciales en América Latina’, se revela la trastienda de quienes están detrás de esta secreta labor.
El libro —editado y compilado por Jara y el doctor en Ciencias Políticas argentino Gonzalo Sarasqueta— reúne un grupo de destacados escritores que redactaron los discursos de siete mandatarios de la región, como el uruguayo José Mujica (2010-2015), la chilena Michelle Bachelet (2006-2010, 2014-2018), el argentino Mauricio Macri (2015-2019) o el brasileño Luiz Inácio Lula da Silva (2003-2011), quien asumirá nuevamente la Presidencia el 1º de enero de 2023.
La idea de un libro que desvela el trabajo de los escritores fantasma de los equipos de gobierno surgió en 2019 mientras Sarasqueta estaba en Chile indagando para su tesis doctoral y entrevistó a Jara.
“Mientras en otras culturas, principalmente en Europa y Estados Unidos, quienes escriben discursos pueden hablar de su trabajo, enseñar a otros, sistematizar conocimientos y hasta tener podcasts de comunicación política, en el caso de América Latina opera una discreción casi vergonzosa”, sostiene Jara, experta en comunicación política, en entrevista con Sputnik.
Para Jara, la razón profunda no está clara. “Mi explicación personal es que tiene que ver con el perfil de los grandes líderes históricos de la región, que han sido grandes oradores, y no parece plausible que alguien le apoye en sus discursos. Pero la intensidad de la agenda de los gobernantes en la actualidad, y la visibilidad permanente, hacen que sea necesario contar con unidades que apoyan esta labor”.
Esta característica secreta, casi tabú de su trabajo, resulta ser compleja para muchos ciudadanos cuando es revelada. Cuando descubren que el o la mandataria no es quien escribe sus discursos y que estos fueron concebidos por un tercero, les parece poco sincero o ético, porque se estaría frente a una especie de ventrílocuo.
— ¿Qué se les dice a esos ciudadanos respecto a esta labor y esa apreciación?
— Que la sinceridad no está en la factura de cada palabra, sino en las ideas que sostienen en el tiempo los líderes y gobernantes. Cuando hablamos del apoyo en los discursos no hablamos de ventriloquía, sino de lograr plasmar los gustos, las ideas, el programa de un líder o una lideresa. Eso no es algo que se le ocurra a una tercera persona: es un trabajo de sistematización en torno a lo que ese liderazgo ha expresado y ha crecido políticamente. Además, los discursos no se hacen en un compartimento estanco, lejos de la labor presidencial, son permanentemente supervisados, guiados y corregidos por quien los dice.
— ¿Cuál es la narrativa que distingue a los presidentes latinoamericanos presentes en el libro?
— Una cosa interesante que confirmamos recopilando los casos del libro es que los relatos no se pueden separar de sus contextos, son modos de asir la realidad inmediata y el trayecto histórico de los pueblos.
En el caso del expresidente colombiano Juan Manuel Santos, su marco estaba dado por la necesidad de garantizar un buen proceso de paz y por marcar distancias con su predecesor.
En el caso de Vicente Fox (presidente de México entre 2000 y 2006), su relato inauguraba una nueva perspectiva para México, que buscaba dar un giro a la larga historia del PRI (Partido Revolucionario Institucional).
En el caso de Lula, un discurso muy arraigado en la capacidad de acompañar a las clases populares en su progreso. Es, en todos los casos, la posibilidad de decir algo que haga sentido y que sostenga el propósito de una gestión.
—¿Cómo la biografía y las posturas políticas determinan los distintos estilos de discursos?
—La biografía es determinante, pero yo diría que la posición política, aunque determina los contenidos de un discurso, no necesariamente determina el estilo. Puedes tener un presidente de izquierda autoritario y uno de derecha. Puedes tener lenguaje llano y modos cercanos en todo el espectro político. Lo que determina el estilo es más bien la estructura de la personalidad de quien habla.
— Varios de los presidentes apostaron en sus discursos por la cercanía, ¿esto responde a lo que afirman en el libro que “la intimidad es un asunto de Estado”?
—Corren buenos tiempos para la cercanía. Las emociones son lo crucial en la era de la política en las redes: hay visibilidad permanente, podemos ver casi en tiempo real las bromas, los gestos, la relación de los presidentes con sus familias, con sus mascotas, con sus objetos cotidianos. Antoní Gutiérrez-Rubí, un asesor político, dice que los estados de emoción hoy se convierten en estados de opinión. Entonces la cercanía no es una opción, es un mandato, a estas alturas.
— En el prólogo, el expresidente chileno Ricardo Lagos (2000-2006) sostiene que es “en el lenguaje y sus diferentes registros donde el encuentro entre gobernantes y gobernados se cristaliza”, ¿crees que es así?
— Hannah Arendt expresa que la palabra es la única manera que tenemos para intentar objetivar nuestra propia subjetividad. Eso significa que es en el lenguaje donde podemos dar cuenta de lo que somos, de lo que creemos o la razón por la que decidimos en un sentido o en otro. En el caso de los gobernantes democráticos, esto es parte de la rendición de cuentas, pero es también un modo de establecer un vínculo con la ciudadanía, una relación que legitima el ejercicio del poder.
— ¿Cómo la narrativa de Lagos se diferenció de la de la presidenta Bachelet?
— Ricardo Lagos viene a ser el último presidente del siglo XX, aunque asuma en el 2000. Sus formas, su perspectiva del poder, responden a una lógica aún más vertical, más desde el púlpito, y él encarna mucho esta idea del mandatario en lo alto, con un acervo cultural superior, con un lenguaje más prolijo, con una visión larga del Estado. En ese esquema, la legitimidad está dada por el conocimiento de la política pública y la capacidad de estadista, que sabe lo que es mejor para Chile.
Michelle Bachelet rompe con esa distancia, ella encarna, en su primer mandato, ese liderazgo ciudadano, elegido por las personas en torno a aquello que admiran en ella, pero también en torno a lo que la hace humana: su historia de vida, su trabajo arduo, su perfil de mujer que se hace cargo sola de la casa. Es el inicio de un vínculo distinto con el poder, una relación que exige empatía personal, cariño, cercanía, además de la confianza en que puede llevar adelante ciertas tareas técnicas y políticas.
— ¿Hay una diferencia en el discurso de Bachelet en el primer y segundo mandato?
— La diferencia está dada por el contexto de Chile y por sus propias circunstancias. La primera vez había una épica que tenía que ver con llevar por primera vez a una mujer a La Moneda. Una mujer que, además, es socialista, es médico, como Salvador Allende, y fue víctima de violaciones a los derechos humanos. Ella representaba ese Chile que consolidaba su propia democracia, que había hecho un proceso muy profundo para resignificar la historia reciente, y eso era tremendamente importante.
Además, cambiaba el modo de relación con la ciudadanía, traía la cercanía, la risa, la empatía, el abrazo, al ejercicio del poder. Ese Gobierno estuvo centrado muy fuertemente en ampliar la protección social, cosa que se hizo con la reforma previsional, con el programa Chile Crece Contigo, con un sistema de acompañamiento desde el nacimiento hasta la adultez mayor.
La segunda vez, ella tenía una experiencia internacional relevante, había sido presidenta, tenía una impronta de liderazgo que era mayor y no necesitaba validarse. Esta vez no se trataba de proteger, sino de promover a las personas, de abrir ese camino que la ciudadanía exigía en lo político, en lo social y en lo económico
— ¿Por qué es importante recuperar la palabra en los tiempos donde impera la imagen?
— Porque la palabra tiene, o puede tener, una profundidad distinta. Es lo que permite salir de la inmediatez, darle sustento a la liturgia del poder amplificada por las redes sociales. En un momento en que la conversación misma parece tan compartimentada, en que es un desafío generar grandes conversaciones que nos contemplen a todos y todas sin cancelarnos, el lenguaje sigue siendo eso que nos permite poner en común nuestras perspectivas, nuestras subjetividades, y gestionar los conflictos lejos de la violencia. No es posible construir legitimidad sin explicaciones y sin deliberación compartida, y eso solo puedes hacerlo cuando le das su espacio a la palabra.
— Señalan en el libro que las palabras del presidente afectan las vidas de las personas, ¿crees que las personas son conscientes de eso y, por tanto, de la importancia de los discursos?
— No sé si hay conciencia, pero tampoco sé si es tan importante esa conciencia. Lo cierto es que la palabra de un gobernante lo compromete, cuando un presidente hace un anuncio, lo trae al campo de la realidad y eso la transforma, en el supuesto, que esa palabra se cumpla. Al mismo tiempo, los conceptos que la ciudadanía instala también impactan en el modo en que se ejerce el poder, tal como pasó en el estallido de octubre [de 2019 en Chile]: los conceptos de dignidad y de haber despertado fueron muy potentes y cambiaron la conversación completa.
— Finalmente, ¿qué otra cosa distingue al escritor fantasma de Latinoamérica, aquel del continente donde nació el realismo mágico?
— Yo diría que en muchos países, no en Chile, todavía hay un poco de paternalismo en los relatos presidenciales de la región, pero me atrevo a pensar que esa es una tendencia en retirada. Y bueno, ya que lo mencionas, hay harto de surrealismo también, es cosa de ver lo que está pasando en Perú en este momento, o las vueltas que ha tenido la historia en casos como Brasil. Hay una porfía ante la adversidad que se nota también en los relatos de los gobernantes. Otra tendencia tiene que ver con fenómenos más extendidos, como el descrédito de la política, que tiende a sustentar discursos supuestamente apolíticos, autoritarios o populistas.