La América mestiza
Andaba por Centroamérica en aquella etapa oscura en que Nicaragua estaba en guerra y en El Salvador acababan de asesinar a monseñor Romero. Guatemala había caído en manos de Efraín Ríos Montt, aquel loco mesiánico que mandaba a sus escuadrones de la muerte que mataran a todo el que le criticaba o evidenciaba su autocracia. A instancias de una familia española pregunté por la suerte de un sacerdote burgalés secuestrado por paramilitares tras haber presenciado torturas en un hospital del Ejército.
Hice cuanto pude, que fue bien poco, pero tuve la suerte de trabar amistad con una funcionaria del Ministerio del Interior guatemalteco que me alertó de que pillara el primer vuelo fuera del país porque le llegó el soplo de que esos escuadrones iban a por mí. Por ella supe que su modus operandi consistía en cazarte en la calle, ponerte una capucha en la cabeza y meterte en el maletero de un coche para ser conducido a un alto donde te pegaban un tiro y tiraban el cadáver barranco abajo. Raro era el día que no aparecía un muerto en el fondo de ese barranco con un agujero en la cabeza.
Me alojaba en el hotel Sheraton de la capital guatemalteca, del que salí pitando por la puerta de atrás camino del aeropuerto. Fue allí, en Guatemala y en El Salvador, cuando un militar de metro y medio me mantuvo encañonado un cuarto de hora con un fusil automático más grande que él, donde comprobé lo poco que vale la vida en las dictaduras y Estados fallidos.
En aquel tiempo el único país estable de la zona era Costa Rica, un Estado que decidió prescindir del Ejército para así evitar las asonadas militares que amenazaban los procesos democráticos en América Latina.
La emisora Radio Columbia me prestó apoyo logístico para moverme por la zona a cambio de participar en sus informativos coincidiendo con aquella visita histórica del papa Juan Pablo II a Centroamérica. El trato de sus profesionales fue impecable, con la única excepción de un tipo que me espetó en antena que los españoles teníamos que pedir perdón por los robos y asesinatos en la conquista de América. No recuerdo bien si aquel imbécil, que pretendía buscar su minuto de gloria a mi costa, se apellidaba Gómez, López o Fernández, pero sí que el suyo era un apellido netamente castellano.
Le respondí que, en todo caso, serían sus ancestros y no los míos los responsables de aquello porque en mi árbol genealógico no figuraba conquistador alguno. Me vine arriba y ya de paso le pedí que comparara la fisonomía de muchos de sus compañeros con rasgos indígenas y los de la inmensa mayoría de americanos del norte donde los indios fueron casi exterminados o confinados en reservas.
Desde Alejandro Magno, pasando por Julio César o Napoleón, nunca hubo conquista alguna sin violencia y lo mismo aconteció en la del Nuevo Mundo, pero, a diferencia de lo acontecido en Norteamérica, los españoles, lejos de aniquilar a la población indígena, fomentaron el mestizaje, algo que ahora nadie parece valorar.
Aquel episodio de Radio Columbia me vino a la memoria el martes en la toma de posesión de Claudia Sheinbaum como presidenta de México. Un acto con gran alharaca indígena al que no asistió el rey Felipe VI ni nadie del Gobierno español porque pretendían que el monarca pidiera perdón por lo ocurrido en la conquista de México hace 500 años.
Era el mismo absurdo populista que exigió su antecesor, López Obrador, cuyos apellidos no parecen muy aztecas que digamos. Tampoco lo son los de la flamante presidenta, cuya familia de origen judío emigró a México hace poco más de un siglo procedente de Lituania. La estupidez y la demagogia no deberían heredarse con el cargo.